AÑO SANTO DE LA MISERICORDIA

«NAZARET FUENTE DE MISERICORDIA»

El Papa Francisco quiso que el año 2016 fuera el Año Santo de la Misericordia. Comenzó el 8 de diciembre de 2015, en la fiesta de la Inmacu­lada Concepción, que coincide con los 50 años de la clausura del Concilio Vatica­no II que marcó «como un nuevo período la historia de la Iglesia» y culminará el 20 de noviembre del presente año con la fiesta de Cristo Rey. «Estoy convencido, ha dicho el Santo Padre, que toda la Iglesia, podrá encontrar en este Jubileo la alegría para redescubrir y hacer más fecunda la misericordia de Dios, con la cual todos estamos llamados a dar consolación a cada hombre y cada mujer de nuestro tiempo».

Nuestro mundo necesita de la misericordia que lo humanice. Ante una sociedad de planteos radicales, donde el lema pareciera ser «vamos por todo», «vamos por más» y donde la búsqueda de acuerdos suele tomarse como signo de debilidad; donde el juicio descalificador hacia el adversario es argumento para no reconocer el propio límite y la propia responsabilidad en el conflicto; donde el orden jurídi­co establecido se revela insuficiente para alcanzar una auténtica justicia humana, la Iglesia hace presente el evangelio de la Misericordia.

« La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia» afirma la convocatoria al Jubileo citando a Juan Pablo II. Y agrega: «la cultura de la ciencia y la técnica parece no dejar espacio a la misericordia».

Jesús, que recorrió los caminos de Judea y Galilea perdonando a los pecadores, sanando a los enfermos, consolando a las viudas, dando de comer a las multitudes que lo seguían y anunciando la Buena Nueva del amor infinito del Padre acompa­ñando los gestos con parábolas como la de la oveja perdida, la moneda extraviada y la siempre recordada del hijo pródigo se presenta ante el mundo como «el rostro de la misericordia del Padre».

El lema Sa-Fa de este año, «Nazaret fuente de misericordia» nos invita a dejarnos penetrar primero por el amor misericordioso del Padre y proclamarlo luego con toda la Iglesia como Jesús de Nazaret, con palabras, gestos, actitudes y toda la vida.

Nazaret es para nosotros «fuente de misericordia» porque allí Jesús vivió lo que después debía anunciar en su predicación, con gestos y palabras, especial­mente el nacimiento de una nueva familia basada no ya en la carne y la sangre sino en los vínculos de filiación y fraternidad derivados de un Padre común. «Jesús le respondió: «¿Quién es mí madre y quiénes son mis hermanos?». Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre». Mt. 12,47

En Nazaret el Hijo de Dios no tuvo en menos abajarse y hacerse como uno de nosotros, encarnándose en el seno de María, naciendo y viviendo en una familia común, aprendiendo a vivir en familia, a ser solidario, a hacerse cargo de los otros, a vincularse y disfrutar de las pequeñas alegrías de familia bajo la mirada siempre atenta de José

Desde el hogar de Nazaret, nos ponemos a la escucha de la Palabra, recuperando el valor del silencio convirtiéndonos así en testigos de la misericordia, que huma­niza los vínculos familiares y sociales, conscientes de que el perdón es el instru­mento evangélico puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón y la auténtica felicidad.

Frecuentando «el humilde techo», queremos » abrir el corazón – como nos sugiere Francisco – a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea». Por eso, siguiendo la propuesta del Santo Padre, estamos llamados a redescubrirlas obras de misericor­dia corporales como dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo … y las espirituales: consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios los vivos y los difuntos. Obran­do así, como dice Isaías «despuntará tu luz como la aurora y tus heridas se curarán rápidamente; delante de ti avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria del Señor». (Is. 58,8).

Que la Sagrada Familia nos acompañe, nos ilumine y nos guíe en este camino!

Hno. Néstor Achigar, Provincial

PRESENTACIÓN SUBSIDIOS

Queridos Hermanos, Fraternidades, Socios, Directivos, Educadores y amigos de la Familia Sa-Fa:

Hace poco cayó en mis manos un libro titulado «Compasión» de un autor, Henry Nowen, que en su momento marcó mucho la espiritualidad cristiana.

Hojeándolo encontré unas reflexiones – con un estilo claro y sencillo – que pueden ayudarnos a profundizar especialmente en este “Año de la Misericordia”  lo mucho y nuevo que la «Compasión» vivida al estilo de Jesús puede aportar a nuestra vida de cristianos y discípulos del Señor.

El libro comprende tres partes:

  1. El Dios Compasivo;
  2. La Vida Compasiva
  3. El Camino Compasivo

En este propósito de tratar de vivir en profundidad el Jubileo de la Misericordia  es que deseo compartirles este material en sucesivas entregas, los saludo cordialmente en JMJ y el Hno. Gabriel!!!

Hno. Néstor

Jubileo de la Misericordia

“Misericordiosos como el Padre”

DIOS-CON-NOSOTROS [1]

En Solidaridad

Dios es un Dios compasivo. Esto significa, ante todo, que es un Dios que ha elegido ser Dios-con-nosotros. Para poder comprender y sentir mejor esta solidaridad divina, internémonos en la experiencia de alguien que está de veras con nosotros.

La experiencia de que alguien esté con nosotros.

¿Cuándo recibimos verdadero alivio y consuelo? ¿Cuando alguien nos enseña cómo hemos de pensar o actuar? ¿Cuando somos advertidos sobre dónde ir o qué hacer? ¿Cuando escuchamos palabras de apoyo y esperanza? A veces, puede ser. Pero lo que realmen­te cuenta es que en momentos de dolor y sufrimiento alguien pemanezca con nosotros.

Más importante que cualquier acción concreta o que cualquier palabra indicativa es la simple presencia de alguien que se interesa. Cuando alguien nos dice en medio de una crisis: «No sé qué decirte o qué hacer, pero quiero que sepas que estoy contigo, que no te abandonaré», contamos con un amigo a través del cual podemos encontrar consuelo y alivio.

En una época tan satura­da de métodos y técnicas ideadas para cambiar a la gente, para influir en su conducta, para hacerles rea­lizar nuevas cosas y pensar nuevas ideas, hemos olvi­dado el simple pero difícil don de estar mutuamente presentes. Hemos perdido este don porque se nos ha hecho creer que la presencia tiene que ser útil. Deci­mos: «¿Por qué he de visitar a esa persona? No pue­do hacer nada en absoluto.

Y de este modo hemos olvidado que con frecuencia es en la mutua presencia «inútil», sin pretensiones, humilde, donde sentimos consuelo y alivio. Quienes nos ofrecen alivio y consuelo estando y permaneciendo con nosotros en momentos de enfermedad, angustia psicológica u oscuridad espiritual llegan a menudo a sernos tan próximos como aquellos con quienes están unidos a nosotros por vínculos biológicos.

Estas reflexiones nos ofrecen apenas un destello de lo que queremos decir cuando afirmamos que Dios es un Dios-con-nosotros, un Dios que vino a compar­tir nuestras vidas en solidaridad. No quiere decir que Dios solucione nuestros problemas, nos muestre la salida para nuestra confusión u ofrezca respuestas para nuestros muchos interrogantes. El puede hacer cualquiera de estas cosas, pero su solidaridad reside en el hecho de que está dispuesto a entrar con noso­tros en nuestros problemas, confusiones e interro­gantes.

El Dios-con-nosotros es un Dios cercano, un Dios al que llamamos nuestro refugio, nuestro bas­tión, nuestra sabiduría, e incluso con mayor intimi­dad, nuestro salvador, nuestro pastor, nuestro amor. Nunca conoceremos realmente a Dios como compa­sivo si no comprendemos con nuestro corazón que «puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14):

Con Buenos Sentimientos

¿Cómo sabemos que todo esto no es otra cosa sino una bella idea? ¿Cómo sabemos que Dios es nuestro Dios y no un extraño, un forastero, un transeúnte? Sabemos todo esto porque en Jesús la compasión de Dios se nos ha mostrado visiblemente. Jesús no sólo dijo «Sean compasivos como su Padre es compa­sivo», sino que además fue la encarnación concreta de esa compasión divina en nuestro mundo.

La respues­ta de Jesús al ignorante, al hambriento, al ciego, al leproso, a la viuda y a cuantos se acercaron a él con su sufrimiento, fluían de la compasión divina que lle­vó a Dios a hacerse uno de nosotros. Hemos de pres­tar gran atención a las palabras y acciones de Jesús si queremos lograr la intuición del misterio de esta compasión divina.

Cuando los Evangelios hablan sobre la compasión de Jesús como de un movimiento a nivel de entrañas, están expresando algo verdaderamente profundo y miste­rioso. La compasión que Jesús sentía era evidentemente muy distinta de los superficiales y pasajeros sentimientos de desagrado o simpatía: llegaba hasta la parte más vulnerable de su ser.

Este es el misterio de la compasión de Dios tal co­mo se nos hace visible en los relatos de curaciones del Nuevo Testamento. Cuando Jesús vio a la multi­tud vejada y abatida como ovejas sin pastor, sintió con ella en el centro de su ser (Mt 9, 36). Cuando vio al ciego, al sordo y al paralítico que le eran traídos de todas partes, tembló desde dentro y experimentó sus dolores en su propio corazón (Mt 14, 14).

Cuan­do percibió que los miles de personas que lo han seguido durante días se encuentran cansados y ham­brientos, dijo: «siento compasión» (Me 8, 2). Y así ocurrió con los dos ciegos que gritaban tras él (Mt 9, 27), con el leproso que se le puso de rodillas (Me 1, 41) y la viuda de Naím que estaba enterran­do a su único hijo (Le 7, 13). Todos ellos lo inmutaron, le hicieron sentir con todas sus sensibilidades íntimas lo profundo de su pena. Se hizo perdido con el perdido, hambriento con el hambriento y enfermo con el enfermo. En él todo sufrimiento fue sentido con una sensibilidad perfecta.

Esto es lo que queremos decir cuando afirma­mos que Jesucristo revela la solidaridad de Dios con nosotros. En y a través de Jesucristo nos en­teramos de que Dios es nuestro Dios, un Dios que ha experimentado nuestro quebrantamiento, que se ha hecho pecado por nosotros (2 Cor 5, 21). El ha abrazado todo lo humano con la infinita ternura de su compasión.

Hacia Nueva Vida

Las curaciones de Jesús brotaban de su compasión. El no curaba para probar algo, para impresionar o para convencer. Curaba como expresión natural de su condición de Dios nuestro. El misterio del amor de Dios no consiste en que él quita nuestros dolores sino ante todo en que ha querido compartirlos con nosotros. De esta solida­ridad divina proviene nueva vida. El ser de Jesús movido en su propio centro por el dolor humano es realmente un movimiento hacia nueva vida. Dios es nuestro Dios, el Dios de los vivos. En su seno divi­no la vida nace siempre de nuevo. El gran misterio no son las curaciones, sino la infinita compasión de la que brotan.

La verdadera buena nueva con­siste en que Dios no es un Dios distante, un Dios para ser temido o evitado, un Dios vengativo, sino un Dios que se conmueve ante nuestros dolores y participa de lleno en la lucha humana. Las curacio­nes milagrosas de los Evangelios son recuerdos pletóricos de esperanzas y alegría de esta buena nueva, la cual constituye nuestro verdadero consuelo y alivio.

Nuestra condición competitiva

Cuando nos miramos a nosotros mismos con ojos críticos, nos vemos obligados a reconocer que es la competencia y no la compasión nuestra princi­pal motivación en la vida. Nos hallamos inmersos en todo tipo de competencias. Cuando la pregun­ta «¿Quién soy yo?» es planteada a los poderes de este mundo —funcionarios de la enseñanza, repre­sentantes de una iglesia, agentes de colocación, di­rectores deportivos, gerentes de fábricas, locutores de televisión y de radio—, la respuesta es simplemen­te: «Eres la diferencia que haces».

Somos reconoci­dos, honrados, rechazados o despreciados por nues­tras diferencias y distinciones. Que seamos más o menos inteligentes, prácticos, fuertes, ágiles, útiles o elegantes depende de aquellos con quienes somos comparados o con quienes competimos. Mucha de nuestra propia estima depende de estas distincio­nes negativas o positivas.

No hace falta pensar de­masiado para caer en la cuenta de que estas distinciones reales o imaginarias juegan un papel central en los problemas familiares, en los conflictos racia­les, en las luchas de clase y en las disputas naciona­les e internacionales. La verdad es que gastamos mu­cha de nuestra energía defendiendo las diferencias entre la gente y los grupos de gente. Así, nos defini­mos a nosotros mismos de tal modo que mantenga una distancia entre unos y otros. Verdaderamente so­mos muy celosos de nuestros «trofeos». Después de todo, ¿quiénes somos si no podemos señalar con orgullo algo especial que nos coloque aparte de los demás?

Esta competencia omnipresente, que alcanza has­ta los rincones más recónditos de nuestras relaciones, impide que nos comprometamos a fondo en la solida­ridad mutua y bloquea el camino hacia nuestro ser compasivos. Preferimos dejar la compasión en la peri­feria de nuestras vidas competitivas. Ser compasivo exigiría anular las líneas divisorias y dejar de lado las diferencias y distinciones. ¡Y esto implicaría abando­nar nuestras identidades! Esto esclarece por qué la llamada a ser compasivo resulta tan aterradora y sus­cita una resistencia tan profunda.

Este miedo, que es muy real e influencia gran par­te de nuestro comportamiento, traiciona nuestras más profundas ilusiones: que nosotros podemos forjar nuestras propias identidades, que somos el resultado influjo del medio ambiente colectivo, que somos loi trofeos y distinciones que hemos ganado. Esta es, en verdad, nuestra mayor ilusión. Nos convierte en personas competitivas que luchan compulsivamente por diferenciarse a toda costa.

Un nuevo yo

La compasión que Jesús ofrece nos incita a abando­nar nuestro apego temeroso y a entrar con él en la vi­da no temerosa de Dios mismo. Al decir «Sean com­pasivos como su Padre es compasivo», Jesús nos in­vita a estar tan cerca de los demás como Dios lo está de nosotros mismos. Nos pide incluso que nos ame­mos unos a otros con la compasión misma de Dios. En pocas palabras: Dios puede ser plenamente compasivo porque no se compara con nosotros y, en consecuencia, su esti­lo no es competir con nosotros.

El mandato de Jesús «sean compasivos como su Padre es compasivo» es un mandato de participar en la compasión de Dios mismo. Exige de nosotros desenmascarar la ilusión de nuestra identidad perso­nal competitiva, eliminar el apego a nuestras distin­ciones imaginarias como fuentes de identidad y ser asumidos en la misma intimidad con Dios en que él vive. Este es el misterio de la vida cristiana: reci­bir un nuevo yo, una nueva identidad.

Jesús quiere que pertenez­camos a Dios como El pertenece; quiere que sea­mos hijos de Dios como El lo es; quiere que aban­donemos la vida vieja, tan llena de miedos y dudas, y recibamos la vida nueva, la vida de Dios mismo. En y a través de Cristo recibimos una nueva identi­dad que nos capacita para declarar: «Yo soy no la estima que puedo recoger por medio de la compe­tencia sino el amor que he recibido libremente de Dios». Nos permite decir con san Pablo: «Vivo, pe­ro no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Este nuevo yo, el yo de Jesucristo, hace posible para nosotros el ser compasivos como nuestro Pa­dre es compasivo.

[1] Henry Nowen . “Compasión”. Una reflexiòn sobre la vida cristiana. pp 25 y ss

Jubileo de la Misericordia II “Misericordiosos como el Padre”

UN DIOS SERVIDOR [1]

La compasión de Dios no es algo abstracto o indefini­do, sino un gesto concreto y específico en el que Dios se abre a nosotros. En Jesucristo contemplamos la plenitud de la compasión de Dios.

“Yo estoy con ustedes”

A nosotros, que gritamos desde lo profundo de nuestro quebrantamiento solicitando una mano que nos agarre, un bra­zo que nos abrace, unos labios que nos besen, una palabra que nos hable aquí y ahora, y un corazón que no se asuste de nuestros temores y temblores; a nosotros, que sentimos nuestro dolor como ningún otro ser humano lo siente, lo ha sentido o jamás lo sentirá, y que siempre estamos aguardando a que al­guien se atreva a acercársenos, a nosotros ha venido un hombre que puede decir con verdad: «Yo estoy con ustedes».

Jesucristo, el Dios-con-nosotros, se nos ha acercado en la libertad del amor, no por ne­cesidad de experimentar nuestra condición humana sino como una elección libre motivada por el amor.

Penetrar en el misterio con humildad y reverencia.

Este misterio de Dios-con-nosotros en Jesucristo no puede ser comprendido. Pero podemos y debemos penetrar en El con humildad y reverencia para encontrar allí la fuente de nuestro alivio y consue­lo. Cuando Jesús ya no estaba más con sus discípu­los, la primitiva comunidad cristiana encontró nue­vas palabras para expresar el misterio de la compa­sión de Dios.

Una de las más hermosas y profun­das de estas expresiones es el himno a Cristo que utiliza san Pablo escribiendo a los filipenses:

El cual, siendo de condición divina,

no retuvo ávidamente el ser igual a Dios.

Sino que se despojó de sí mismo

tomando condición de siervo,

haciéndose semejante a los hombres

y apareciendo en su porte como hombre;

y se humilló a sí mismo,

obedeciendo hasta la muerte

y muerte de cruz. (Flp 2, 6-8)

Dios es un Dios servidor

Vemos aquí que el Dios compasivo que se nos autorreveló en Jesucristo es un Dios que se ha conver­tido en servidor. Nuestro Dios es un Dios sirviente. Nos resulta difícil de comprender que hayamos si­do liberados por alguien que había llegado a care­cer de poder, que hayamos sido fortalecidos por al­guien que se hizo débil, que hayamos encontrado nueva esperanza en quien se despojó a sí mismo de toda distinción, y que hayamos encontrado un je­fe en quien se hizo sirviente. Esto es algo que está más allá de nuestras posibilidades intelectuales y emocionales de aprehensión. Esperamos,

  • la libertad de alguien que no comparta nuestra misma prisión,
  • la salud de alguien que no esté enfermo como no­sotros y
  • nuevas orientaciones de quien no esté tan perdido y confundido como nosotros lo estamos.

Pero de Jesús se ha dicho que se despojó de sí mismo y asumió la condición de esclavo.

Su compasión se revela en la servidumbre.    

La compasión de Dios es una compasión que se autorrevela en la servidumbre. Je­sús quedó sometido a los mismos poderes e influen­cias que nos dominan a nosotros, y sufrió nuestros miedos, incertidumbres y ansiedades con nosotros. Jesús se despojó de sí mismo. «Apareciendo en su porte como hombre, se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz«.

Aquí se contiene el anuncio de la esencia de la com­pasión de Dios. Jesús no solamente conoció a fon­do la condición dependiente y terrible del ser hu­mano, sino que llegó incluso a experimentar la for­ma de muerte más despreciable y horrenda, la muer­te en cruz.

  • No sólo se hizo hombre, sino que llegó a ser hombre del modo más abyecto y repugnante.
  • No sólo conoció las incertidumbres y miedos pro­pios del ser humano, sino que llegó hasta experi­mentar la agonía, el dolor y la total degradación de la tortura sangrienta y la muerte propia de un criminal declarado. En esta humillación Jesús vi­vió en plenitud las consecuencias de haberse despo­jado de sí mismo para estar con nosotros compa­sivamente.
  • No sólo sufrió nuestra penosa condi­ción humana en todos sus detalles, sino que su­frió con nosotros la muerte en una de sus formas más crudas, feas y degradantes. Una forma de muer­te que los seres humanos «normales» como noso­tros apenas estamos dispuestos a considerar como nuestra.

Podemos entender la solidaridad condicional, pero no entenderemos nunca la solidaridad ilimitada.

El tirón hacia abajo

La compasión de Jesús se caracteriza por un tirón hacia abajo. Esto es lo que nos molesta. Nosotros no podemos ni pensar en nosotros mismos sino en términos de tirón hacia arriba, de movilidad ascendente en que luchamos por vidas mejores, salarios más altos y posiciones más prestigiosas.

Por tanto, nos molesta profundamente un Dios que encarna un movimiento hacia abajo. En vez de luchar por una posición más elevada, por más poder y más influencia, Jesús va —como dice Karl Barth— de «las alturas a la profundidad, de la vic­toria a la derrota, de las riquezas a la pobreza, del triunfo al sufrimiento, de la vida a la muerte»2

Toda la vida y misión de Jesús implica la aceptación de la impotencia y la revelación en esa impotencia del ilimitado amor de Dios. Aquí vemos lo que significa la compasión.

No significa inclinar­se hacia los desprivilegiados desde una posición privi­legiada; no es un abrirse desde arriba a los desafortunados de abajo; no es un gesto de simpatía o piedad hacia quienes no han tenido éxito en el tirón hacia arriba. Por el contrario, la compasión significa ir directamente a las gentes y lugares en que el sufrimiento es más agudo y construir allí un hogar.

La compasión de Dios es total, absoluta, incondicional, sin reserva. Es la compasión de quien sigue yendo a los más olvidados rincones del mun­do y que no puede descansar mientras sabe que hay seres humanos con lágrimas en sus ojos.

Es la com­pasión de un Dios que no sólo se comporta como servidor, sino cuya servidumbre es una expresión directa de su divinidad.

Nuestra segunda naturaleza

Nuestra «segunda naturaleza», la naturaleza que reci­bimos en y a través de Cristo, nos hace libres para vivir en el servicio compasivo.

La compasión no es ya una virtud que hayamos de ejercitar en cir­cunstancias especiales o una actitud que hayamos de invocar cuando han sido agotadas otras formas de respuesta, sino que es el modo natural de estar en el mundo.

Esta «segunda naturaleza» nos permi­te también superar la visión moralista de la compa­sión, es decir, preguntarnos por ella en tanto en cuanto corresponde que exista en la vida de un buen cristiano, y descubrirla como un nuevo estilo de estar en el mundo.

La vida cristiana es una vida de testimonio del Dios compasivo a través del servicio

Servidores alegres

La alegría y la gratitud son las cualidades del cora­zón que nos permiten reconocer a quienes están comprometidos en una vida de servicio siguiendo el camino de Jesucristo.

  • Lo vemos esto en las fa­milias en que los padres y los niños están atentos a sus mutuas necesidades y se dedican tiempo para estar juntos a pesar de las muchas presiones exte­riores.
  • Lo vemos en quienes siempre tienen una habitación para un forastero, un plato extra para una visita, tiempo para algún necesitado.
  • Lo vemos en los estudiantes que trabajan con los ancianos y en muchos hombres y mujeres que ofrecen dine­ro, tiempo y energía a quienes están hambrientos, presos, enfermos o moribundos.
  • Lo vemos en las hermanas que trabajan con los más pobres de los pobres. Dondequiera que vemos verdadero servi­cio vemos también alegría, porque en medio del servicio se hace visible la presencia divina y es ofre­cido un don.

Por eso, quienes sirven como seguido­res de Jesús descubren que están recibiendo más de lo que dan. Así como una madre no necesita ser recompensada por la atención que presta a su niño, porque el niño es su gozo, del mismo modo quien sirve a su prójimo encontrará su recompen­sa en la gente a la que sirve.

La alegría de quienes siguen a su Señor por el camino del autodespojo y la humillación mues­tra que lo que ellos buscan no es la miseria y el do­lor, sino al Dios cuya compasión han sentido en sus propias vidas. Sus ojos no están fijos en la po­breza y la miseria, sino en la faz del Dios amante.

Este gozo puede ser visto correctamente como una anticipación de la plena manifestación del amor de Dios. Por eso el himno a Cristo no termina hablando de su camino descendente. Cristo se despojó y hu­milló a sí mismo:

Pero Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre,

que está sobre todo nombre.

Para que al nombre de Jesús

toda rodilla se doble

en los cielos, en la tierra y en los abismos,

y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor

para gloria de Dios Padre (Flp 2, 9-11).

Sin estas frases finales nunca hubiéramos podido captar la plenitud de la compasión de Dios. La com­pasión de Dios revelada en Cristo no termina en sufrimiento sino en gloria La resurrección de Cristo es la afirmación final de su servidumbre. Y toda servidum­bre ha sido elevada y santificada con Cristo sirviente como la manifestación de la compasión de Dios.

Es­ta es la base de todo nuestro gozo y esperanza: nues­tra vida de servicio es vivida en unión con Cristo resucitado, en y a través de quién hemos sido hechos hijos del Padre compasivo-.

En Nazaret, Jesús vivió su condición humana después de abajarse hasta ser uno de nosotros.

Allí, en el seno de una familia, maduró, aprendió, creció como niño, adolescente y joven. Vivió lo que más tarde debía enseñar a las multitudes.

Por eso creemos en “Nazaret, fuente de misericordia”

[1] Henry Nowen . “Compasión”. Una reflexión sobre la vida cristiana. pp  y ss

Jubileo de la Misericordia

“Misericordiosos como el Padre”

MISERICORDIA Y COMUNIDAD[1]

Continuamos viviendo el Jubileo de la Misericorida de la mano de H. Nowen. Después de haber visto que Dios es un “Dios-con-nosotros”, cercano y compasivo; después de reflexionar que la compasión divina se revela en la servidumbre de un Dios que se hizo servidor, comenzamos ahora a considerar  ahora algunas implicancias para llevar  una vida compasiva.

NADA DE ESTRELLAZGOS INDIVIDUALES

La pregunta principal que nos ocupa versa sobre el discipulado. Hay muchos modos de formularla:

  • «¿Cómo podemos responder de modo creativo a la llamada de Jesús: ‘sean com­pasivos como su Padre es compasivo’?
  • ¿Cómo pode­mos hacer de la compasión de Dios la base y la fuen­te de nuestras vidas? ¿Cómo es posible para nosotros, seres humanos quebrantados y pecadores, seguir a Jesús y convertirnos así en manifestaciones de la com­pasión de Dios?
  • ¿Qué significa para nosotros solida­rizamos con nuestros semejantes y brindarles un servicio obediente?

El mensaje que nos trae el Nuevo Testamento es que la vida compasiva es una vida compartida. La compasión no es un rasgo del carácter individual, una actitud personal o un talento especial, sino un modo de vivir juntos.

Cuando Pablo exhorta a los cristianos de Filipos a vivir compasivamente con la misma mentalidad de Cristo, ofrece una descripción concreta de lo que esto significa: «Nada hagan por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, con­siderando cada cual a. los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás» (Flp 2, 3-4).

Además, Pablo insiste en que la vida compasiva es una vida en comu­nidad: «Yo les pido por el estímulo del vivir en Cris­to, por el consuelo del amor, por la comunión en el Espíritu, por la entrañable compasión, que colmen mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos senti­mientos» (Flp 2, 1-2).

Precisamente por estar tan acostumbrados a pensar en términos de grandeza individual y de heroísmo personal, necesitamos reflexionar cuidadosamen­te sobre el hecho de que la vida compasiva es vida comunitaria.

Testimoniamos la presencia compasiva de Dios en el mundo por el modo como vivimos y trabajamos juntos.

Los primeros convertidos por los Apóstoles manifestaron su conversión no a base de proezas de estrellazgo individual sino ingresando a una vida nueva en comunidad: «Todos los creyen­tes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio en­tre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y toma­ban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comuni­dad a los que se habían de salvar» (Hch 2, 44-47).

La compasión de Dios se evidenciaba en un estilo radicalmente nuevo de vida que maravillaba y sor­prendía a los de afuera, que decían: «Miren cómo se aman».

Una vida compasiva es aquella en la que el com­pañerismo con Cristo se pone de manifiesto en un nuevo compañerismo entre quienes lo siguen. Tende­mos tanto a considerar la compasión como un logro individual, que perdemos de vista con facilidad su naturaleza esencialmente comunitaria.

Al asociar­nos a Jesucristo, que se vació de sí mismo y se hizo como nosotros, y se humilló aceptando la muerte en la cruz, entramos en una nueva relación mutua entre nosotros. Estas dos relaciones mutuas, con Cristo y entre nosotros, no pueden ser separadas jamás.

SIGUIENDO SUS HUELLAS

Seguir a Jesús significa relacionarse con los demás como él se relaciona con nosotros; esto es, relacio­narnos entre nosotros como Jesús lo hizo: en servi­dumbre y humildad.

El discipulado es un caminar juntos siguiendo sus huellas. Aun viviendo en este mundo, nos hemos descubierto mutuamente como compañeros en el mismo camino y hemos formado una comunidad nueva. Mientras seguimos todavía sujetos al poder del mundo y profundamente inmer­sos en la lucha humana, nos hemos convertido en un pueblo nuevo con una mentalidad nueva, una manera nueva de ver y escuchar y una nueva espe­ranza, a causa de nuestra confraternidad en Cristo.

La compasión, pues, no puede ser separada jamás de la comunidad. La compasión se revela siempre en comunidad, en un modo nuevo de estar juntos. La fraternidad con Cristo es fraternidad con nues­tros hermanos y hermanas. Esto es afirmado con mu­cha fuerza por Pablo cuando llama a la comunidad cristiana el cuerpo de Cristo.

La presencia de Jesucristo, cuyo señorío consis­te en el servicio obediente, se nos manifiesta en la vi­da de la comunidad cristiana. Es en la comunidad cristiana donde podemos ser abiertos y receptivos con respecto al sufrimiento del mundo y ofrecerle una respuesta compasiva. Porque donde alguien se reúne en el nombre de Cristo está El presente como el Señor compasivo (ver Mt 18, 20). Jesucristo en sí mismo es y sigue siendo la manifestación más radical de la compasión de Dios.

En nuestra sociedad, la compasión ha perdido su con­texto comunitario y, a causa de ello, ha degenerado a veces en su contrario.

LA COMUNIDAD COMO MEDIADORA

La comunidad cristiana media entre el sufrimiento del mundo y nuestras respuestas individuales a ese sufri­miento. Pues la comunidad cristiana es la presencia viva de Cristo mediador, y por eso somos capaces de tener plena conciencia de la penosa condición de la familia humana sin quedar paralizados por la mis­ma.

En la comunidad cristiana podemos mantener nuestros ojos y oídos abiertos a todo lo que ocurre, sin quedar aturdidos por el exceso de estimulación tecnológica o encolerizados por la sensación de impo­tencia.

En la comunidad cristiana podemos estar conscientes del hambre, la opresión, la tortura y la amenaza ecológica sin caer en la resignación fatalista y sin retirarnos al cultivo exclusivo de nuestra preo­cupación personal por sobrevivir.

En la comunidad cristiana podemos reconocer hasta las últimas conse­cuencias la condición de nuestra sociedad sin ser presas del pánico.

Esto quedó suficientemente ilustrado en el caso del Joe Marino, un estudiante de Teología  que viajó a Calcuta para hacer la experiencia de vivir y trabajar entre los pobres. Los Hermanos Mi­sioneros de la Caridad lo hospedaron. Allí, rodea­do de una miseria humana indescriptible, descubrió el poder mediador de la comunidad. Escribe en su diario:

Una noche tuve una conversación prolongada con el Hermano Jesulao. Me contó que si un hermano es incapaz de trabajar con sus compañeros y vivir con ellos en forma pacífica, siempre se le pide que se retire. . . incluso si es un maravilloso traba­jador entre los pobres. . .Dos noches después di un paseo con el Hermano Willy y me dijo que la vida con sus compañeros religiosos era su primera prioridad. Siempre siente el desafío de amar a sus hermanos. Me dijo que si no pudiera amar a los hermanos con quienes vive no creería en su amor por los de la calle.9.

En la comunidad cristiana nos reunimos en nombre de Cristo y de esta forma lo experimentamos a El en medio de un mundo sufriente. Allí, nuestras mentes viejas y débiles, que son incapaces de percibir en to­da su plenitud los dolores del mundo, se transforman en mente de Cristo, al que nada humano le resulta ajeno.

En comunidad ya no somos más una masa de individuos incapaces de ayudar, sino que nos conver­timos en pueblo de Dios. En comunidad, nuestros miedos y nuestra rabia son transformados por el amor incondicional de Dios y nos vamos convirtiendo en manifestaciones suaves de su compasión sin límites. En comunidad, nuestras vidas se transforman en vi­das compasivas, porque por el modo como vivimos y trabajamos juntos la compasión de Dios se hace presente en medio de un mundo quebrantado.

Aquí se autorrevela el sentido más profundo de la vida compasiva. Por nuestra vida compartida nos convertimos en partícipes de la compasión divina. Por esta participación, podemos asumir el yugo y la carga de Cristo —todo dolor humano en todo tiempo y lugar— mientras constatamos que su yugo es suave y su carga ligera (Mt 11, 30).

Mientras confiamos en nuestros propios recursos limitados, el mundo nos asustará e intentaremos evi­tar las situaciones dolorosas. Pero una vez que nos hemos convertido en partícipes de la compasión di­vina, podemos entrar a fondo en los más recónditos lugares del mundo y hacer lo mismo que Cristo hi­zo ( ¡e incluso más que El!, Jn 14,12).

LA COMUNIDAD ESPACIO ABIERTO

Dondequiera que se forma una comunidad verda­deramente cristiana se da la compasión en el mun­do. La energía que irradiaba de las comunidades cristianas primitivas era en realidad energía divina que transformó a todos los que tocó. Esta misma energía sigue haciendo acto de presencia en cualquier lugar en que se reúnen varias personas en nombre de Cristo y toman su yugo con humildad y manse­dumbre de corazón (Mt 11, 29).

Difícil­mente la solidaridad podrá ser un logro individual. Nos resulta difícil entrar en los dolores y sufrimien­tos de nuestros semejantes yendo hacia ellos como meros individuos. Pero en la comunidad reunida en nombre de Cristo hay un espacio ilimitado en el que pueden entrar personas extrañas provenien­tes de los más variados lugares y con las historias más dispares, pudiendo experimentar allí la pre­sencia compasiva de Dios.

Es un gran misterio el que la compasión llegue a ser tangible para la gen­te no simplemente por las realizaciones de una hos­pitalidad individual sino por una atmósfera intan­gible que emana de una vida común.

Ciertas parro­quias, grupos de oración, familias, casas, hogares, conventos o monasterios tienen una influencia cu­rativa, capaz de hacer que tanto sus miembros co­mo sus huéspedes se sientan comprendidos, acepta­dos, queridos y amados. La bondad de los indivi­duos parece a menudo más una manifestación de este ambiente curativo que la causa de él.

La servidumbre es también una cualidad de la comunidad. Nuestra capacidad individual de ser­vicio es bastante limitada. Puede ser que podamos ayudar a algunas personas por un tiempo, pero res­ponder a todas las personas siempre como siervos no es una aspiración humana realista. Sin embargo, tan pronto como hablamos en términos de nosotros, cambia el panorama. Como comunidad podemos superar nuestras limitaciones individuales y con­vertirnos en una realización concreta del estilo auto-anonadado de Cristo. Esta realización compar­tida puede entonces encontrar una expresión espe­cífica en el trabajo diario de cada uno de los miem­bros de la comunidad.

Algunos trabajan bien con adolescentes, otros con personas mayores, otros con enfermos hospitalizados, otros con presos. Individual­mente no podemos ser todo para todos, pero como comunidad podemos verdaderamente atender una gran variedad de necesidades.

A LA ESCUCHA ATENTA DEL PADRE

Finalmente, hemos de reconocer que la obediencia, como escucha atenta del Padre, es una llamada muy comunitaria. Precisamente por medio de la oración y meditación constantes la comunidad se mantiene vigilante y abierta a las necesidades del mundo. Aban­donados a nosotros mismos, fácilmente podemos em­pezar a idolatrar nuestra forma particular o estilo de ministerio y convertir nuestro servicio en un hobby personal. Pero cuando nos reunimos periódi­camente a escuchar la Palabra de Dios y a celebrar su presencia en medio de nosotros, seguimos pres­tando atención a su voz que nos guía y nos saca de los lugares confortables hacia territorios desconoci­dos.

Cuando entendemos la obediencia como una característica de la comunidad ante todo, las rela­ciones entre los diferentes miembros de una comu­nidad pueden ser mucho más suaves. Caemos en la cuenta, además, de que queremos discernir juntos la voluntad de Dios para nosotros y hacer de nues­tro servicio una respuesta a su presencia compasi­va en medio nuestro.

De este modo, la solidaridad de Dios, la servidum­bre y la obediencia, que nos han sido reveladas en la vida de Jesucristo, son los rasgos distintivos de la vi­da compasiva vivida en comunidad. En y a través de la comunidad pueden convertirse lentamente en verdadera parte integral de nuestras vidas individua­les.

[1] Henry Nowen . “Compasión”. Una reflexiòn sobre la vida cristiana. Ed. Guadalupe pp 65 y ss

JUBILEO DE LA MISERICORDIA 

“Misericordiosos como el Padre” – IV

DESCENTRAMIENTO EN CRISTO

Dejar el lugar ordinario y apropiado

La palabra comunidad expresa generalmente un cier­to estilo de vivir y trabajar juntos sosteniéndose y alentándose. Cuando alguien dice: «Echo de menos aquí un sentido de comunidad; habría que hacer al­go para edificar una mejor comunidad», ella o él está probablemente sufriendo de alienación, soledad o falta de mutuo apoyo y colaboración.

El deseo de comunidad es a menudo un deseo de sentir la unidad, un deseo de sentirse aceptado y una experiencia de sentirse en casa.

No es, pues, de ex­trañar que para algunos de los observadores críticos de la escena contemporánea la palabra comunidad vaya asociada con sentimentalismo, romanticismo e incluso melancolía.

Si queremos reflexionar sobre la comunidad en el contexto de la compasión, es preciso que superemos estas asociaciones espontáneas.

La comunidad no podrá ser nunca el lugar en el que la servidumbre obediente de Dios se autorrevela, si por comunidad entendemos principalmente algo cálido, blando, hogareño, confortable o protector.

Cuando integra­mos la comunidad ante todo para curar nuestras he­ridas personales, la comunidad no puede llegar a ser el lugar en el que nosotros entremos efectivamen­te en solidaridad con los dolores de la gente.

 

Voluntario descentramiento

La paradoja de la comunidad cristiana radica en que sus componentes están reunidos en común en voluntario desplazamiento..

La proximidad de quie­nes integran una comunidad cristiana consiste en un estar-juntos-en-desplazamiento. Según el diccionario de Webster, desplazamiento significa dejar o cambiar el lugar ordinario o propio.

Esta definición resulta muy elocuente cuando nos percatamos de lo mucho que nos preocupamos por adaptarnos a normas y valores vigentes en nuestro medio. Queremos  ser  personas  ordinarias  y   apropiadas que viven vidas ordinarias y apropiadas.

Gravita en nosotros una enorme presión para que ha­gamos lo que resulta ordinario y apropiado —hasta el intento de sobresalir es ordinario y apropiado – de ese modo experimentar la satisfacción de la aceptación general.

 

Una confortable ilusión

Esto resulta bastante comprensib­le, pues el comportamiento ordinario y apropiado que conforma una vida ordinaria y apropiada nos proporciona la «confortable ilusión de que las cosas están bajo control y de que todo lo extra-ordinario e inapropiado puede ser mantenido más allá de las murallas de la fortaleza que nosotros damos nos hemos creado.

La llamada a la comunidad, tal como la escu­chamos de nuestro Señor, es una llamada a alejar­nos de los lugares ordinarios y apropiados.

Deja a u padre y a tu madre. Deja a los muertos que entierren a sus muertos. Pon tu mano en el arado y no ñires atrás. Vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y sigueme (Lc 14, 26; 9, 60.62; 18, 22).

Los Evangelios nos enfrentan con esta voz persis­tente que nos invita a alejarnos de donde resulta confortable estar, de donde queremos estar, de don­de nos sentimos en casa.

 

Peregrinos en camino

¿Por qué es esto tan central? Lo es porque en desplazamiento voluntario desechamos la ilusión de la «plenitud en unidad» y comenzamos más bien a experimentar nuestra verdadera condición, a saber, que nosotros, como todos los demás, so­mos peregrinos en camino, pecadores necesitados de gracia.

Por medio del desplazamiento voluntario contrarrestamos la tendencia a quedarnos estancados      una falsa comodidad y a olvidar la condición todos. El descentramiento voluntario nos lleva a re­conocer existencialmente nuestro quebrantamiento interior y nos proporciona una más profunda solida­ridad con el quebrantamiento de nuestros semejan­tes.

La comunidad, como lugar de compasión, re­quiere siempre, pues, desplazamiento. La palabra griega que significa iglesia, ekklesía —de ek – fuera, y kaleo – llamar— indica que, como comunidad cris­tiana, somos personas que hemos sido llamadas to­das juntas fuera de nuestros lugares familiares hacia territorios desconocidos.

 

En la vida de Jesús

En la vida de Jesús vemos cómo este desplaza­miento divino se visibiliza en una historia humana. Cuando niño, Jesús es trasladado a Egipto para pro­tegerlo de las amenazas del rey Herodes.

De mucha­cho, abandona a sus padres y se queda en el Tem­plo a escuchar a los doctores y a hacerles pregun­tas. De adulto, se va al desierto durante cuarenta días a ayunar y a ser tentado por el demonio.

Du­rante los años de ministerio que siguieron, Jesús se alejó constantemente del poder, del éxito y de la popularidad para poder mantenerse fiel a su llamada divina. Cuando la gente se mostró entusiasmada con sus poderes curativos, él los enfrentó con sus pecados y no dudó en suscitar su enojo.

Cuando quedaron tan impresionados por su poder de pro­porcionarles el pan que querían hacerlo su rey, él se alejó y los desafió a trabajar por el alimento que da vida eterna. Cuando sus discípulos solici­taron un lugar especial en su reino, él les preguntó si podrían beber el cáliz del sufrimiento, y cuando esperaban una rápida victoria, él les hablaba de dolor y de muerte. Finalmente, estos desplazamien­tos lo llevan a la cruz. Allí, rechazado por todos y sintiéndose abandonado por Dios, Jesús llega a ser el ser humano más desplazado.

Jesucristo es el Señor desplazado en quien la com­pasión se hace carne. En él, contemplamos una vi­da de desplazamiento vivida en plenitud. Siguiendo a nuestro Señor desplazado es como se forma la co­munidad cristiana.

 

Desplazamiento voluntario

¿Qué signfica esto para nosotros en términos de desplazamiento voluntario? Si el desplazamiento vo­luntario es un tema tan importante en la vida de Cristo y de sus seguidores, ¿no debemos empezar por desplazarnos a nosotros mismos? Probablemen­te, no. Al contrario, debemos comenzar por identi­ficar en nuestras propias vidas dónde está ocurrien­do ya el descentramiento o desplazamiento. Puede que estemos soñan­do en grandes realizaciones de desplazamiento mien­tras somos deficientes en percibir en los despla­zamientos de nuestras propias vidas las primeras in­dicaciones de la presencia de Dios.

 

Desplazamientos interiores

Más allá de los despla­zamientos físicos, nuestras vidas pueden estar mar­cadas por desplazamientos interiores más profun­dos.

Con el paso del tiempo, las imágenes e ideas que nos resultaban familiares quedan desplazadas. Modos de pensar que durante años nos habían ayu­dado a comprender nuestro mundo caen bajo la crítica y son declarados anticuados o conservado­res. Rituales y costumbres que jugaron roles centra­les en los años de nuestro crecimiento y desarrollo dejan de repente de ser apreciados por nuestros niños o vecinos.

Tradiciones familiares y celebra­ciones eclesiales que nos han proporcionado los re­cuerdos más preciosos son abandonados de pronto e incluso ridiculizados como algo sentimental, má­gico o supersticioso.

Estos desplazamientos interio­res a nivel mental y emocional, y no tanto los des­plazamientos físicos, son los que nos amenazan y nos dan la sensación de haber sido abandonados.

 

Desplazamiento y escucha de Dios

Nuestra primera tarea, y a menudo la más difícil, consiste en permitir que estos desplazamientos se transformen en lugares en los que podamos escu­char la llamada de Dios. Frecuentemente parece más fácil iniciar un desplazamiento que nosotros mismos podamos controlar que aceptar libremen­te y afirmar un desplazamiento que escapa totalmen­te a nuestro control. La pregunta clave es: «¿Cómo puedo comprender y experimentar las actuaciones solícitas de Dios en la situación concreta en que me encuentro?».

Esta pregunta resulta difícil, porque requiere mirar con detenimiento a los hechos y ex­periencias del momento, que con frecuencia son do­lorosos. «¿Dónde se me ha pedido ya que deje mi padre y mi madre?; ¿dónde he sido invitado a dejar que los muertos entierren a sus muertos?; ¿dónde me encuentro ya desafiado a mantener mi mano en el arado sin mirar hacia atrás?».

Dios está siempre ac­tivo en nuestras vidas. Siempre llama, siempre nos pide que tomemos nuestras cruces y lo sigamos. Pero ¿vemos, sentimos y reconocemos la voluntad de Dios, o seguimos esperando el momento ilusorio en que esto ocurrirá realmente?.

 

Descubrir la vocación única que tenemos

No tenemos que buscar cruces, pero tenemos que1 llevar las cruces que han sido siempre nuestras. Seguir a Jesús significa, enton­ces, primariamente y ante todo descubrir en nuestras vidas cotidianas la vocación única de Dios para no­sotros.

A través del reconocimiento de nuestro despla­zamiento y de la voluntad de escuchar en él los pri­meros susurros de la voz de Dios comenzamos a for­mar comunidad y a vivir una vida compasiva.

Una vez que comenzamos a experimentar nuestros desplaza­mientos actuales a nivel físico, mental y emocional como formas de discipulado y los vamos aceptan­do en obediencia, vamos dejando de ser personas a la defensiva y necesitamos menos ocultar nues­tros dolores y frustraciones.

 

Desplazamiento vo­luntario y compasión

A veces descubriremos que se nos pide que sigamos a nuestro Señor a lugares a los que preferiríamos no ir. Pero cuando hayamos aprendido a verlo en los pequeños desplazamientos de nuestras vidas cotidianas, las gran­des llamadas no nos parecerán tan grandes, después de todo. Encontraremos entonces el coraje de seguir­lo y quedaremos sorprendidos ante la libertad con que lo haremos.

De este modo, el descentramiento voluntario es parte de la vida de todo cristiano. Nos saca de los lugares ordinarios y apropiados, nos desapropia, conste ello a los de­más o no; nos lleva a reconocer a cada uno de los otros como compañeros de viaje en el camino, y así crea comunidad. Finalmente, el desplazamiento vo­luntario lleva a la compasión; llevándonos a cons­tatar más de cerca nuestras propias fragilidades, abre nuestros ojos para que veamos a nuestros seme­jantes, que buscan nuestro consuelo y alivio.

JUBILEO DE LA MISERICORDIA

“Misericordiosos como el Padre”

Convocados y Congregados

La comunidad cristiana se reúne como Jesús en “descentramiento voluntario” y, al hacerlo, descubre y proclama un modo nuevo de “estar juntos”.

Hay muchos motivos por los que se reúne la gente. Frecuentemente lo hace para defen­derse contra peligros comunes o para proteger valo­res comunes. Se reúne también para compartir gus­tos o disgustos. Tanto el odio como el miedo pue­den convocar, reunir, congregar.

Después de la resurrección de Cristo, los discípulos estaban reunidos en una sa­la cerrada «por temor a los judíos» (Jn 20, 19), y los jefes, ancianos y escribas estaban reunidos en Jerusalén por su enemistad compartida contra Pedro y los que le seguían (Hch 4, 5).

La convocación de la comunidad cristiana, sin embargo, no es producto del temor, el interés o la ansiedad compartidas; surge de un profundo sentido de estar llamados a visibilizar juntos la compasión de Dios en la concretez de la vida diaria.

En los Hechos de los Apóstoles se nos proporciona un vislumbre de esta fraternidad: «Todos los creyentes vivían uni­dos y tenían todo en común. . . El Señor agregaba cada día a la comunidad (literalmente: su congrega­ción) a los que se habían de salvar». (Hch 2, 42-47).

Discipulado compartido

La comunidad cristiana no se reúne por obligación, sino por atracción[1]. Al dejar los lugares ordinarios en que nos movemos y responder a la llamada del Señor a seguirlo, personas con un pasado muy disímil se descubren mutuamente como compañe­ros de viaje juntamente atraídos por un discipulado compartido.

Es importante darse cuenta de que el desplaza­miento voluntario en sí mismo no es ninguna meta; sólo cobra sentido cuando nos congrega de un modo nuevo.

El desplazamiento voluntario, o sea la desapropiación, la renuncia a sí mismos, tal como lo presenta el Evangelio, nos lleva a comprendernos unos a otros como mujeres y hombres con necesida­des y luchas similares y a reunirmos con los demás conscientes de nuestra común vulnerabilidad.

Por eso ninguna forma de renuncia a sí mismo es auténtica si no nos congrega, no nos une todavía más.

“Las diferencias entre las personas y comunidades a veces son incómodas, pero el Espíritu Santo, que suscita esa diversidad, puede sacar de todo algo bueno y convertirlo en un dinamismo evangelizador que actúa por atracción”. Papa Francisco EG, 131

Ver los dones únicos de los otros

Este ser convocados y congregarse en comunidad de manera nueva,  no-competitiva abre nues­tros ojos para que nos veamos mutuamente. Toca­mos aquí la hermosura de la comunidad cristiana.

Cuando sacrificamos nuestros deseos de singularizarnos, de ser excep­cionales o diferentes,

– cuando nos desprendemos de nuestras necesidades de tener nuestros nichos espe­ciales en vida,

– cuando nuestra principal preocupa­ción consiste en ser iguales y vivir esta igualdad en solidaridad,

– entonces somos capaces de ver los unos los dones únicos de los otros.

Congregados, reunidos  en común vulnerabilidad, descubrimos cuánto tenemos para darnos uno al otro.

Por el contrario, la comunidad cristiana, reu­nida en discipulado compartido, es el lugar donde los dones individuales pueden ser suscitados y puestos al servicio de todos.

Pertenece a la esencia de esta nueva comunidad el que nuestros talentos únicos no constituyan más objetos de competencia sino ele­mentos de comunión, no ya cualidades que dividen sino dones que unen.

Nuestros talentos dones para los demás.

Cuando hemos descubierto que nuestro sentido de identidad no depende de nuestras diferencias o singularidades y que nuestra autoestima hunde sus raíces a un ni­vel más profundo que el del reconocimiento o la alabanza que se puede comprar a base de ser especial o actuaciones poco comunes, en­tonces podemos ver nuestros talentos únicos como dones para los demás.

Entonces, además, nos dare­mos cuenta de que el compartir nuestros dones no disminuye nuestro valor como personas, sino que lo enriquece.

De este modo, nuestro sentimiento predominante puede bascular en nuestro interior: de los celos a la gratitud. Con crecien­te claridad, podemos ver lo bello en cada uno de los otros y provocarlo, de modo que pase a integrar nuestra vida compartida en su totalidad

Autovaciamiento en favor de los demás

Al descubrir los dones originales del otro, aprende­mos a vaciarnos de nosotros mismos. El autovacia­miento no requiere de nosotros que asumamos for­ma alguna de autocastigo o autocondena, sino que prestemos atención a los demás en tal forma que ellos mismos empiecen a reconocer sus propios valores.

Prestar atención a nuestros semejantes no es preci­samente fácil. Tendemos a estar tan inseguros de nuestra propia valía, y, en consecuencia, tan necesita­dos de auto-afirmación, que resulta muy difícil que no so­licitemos la atención hacia nosotros.

Aun antes de que caigamos en la cuenta de ello, nos encontramos a menudo hablando sobre nosotros, refiriéndonos a nuestras ex­periencias, contando nuestros relatos, o llevando el tema de la conversación hacia nuestro propio terre­no.

La frase tan común: «Esto me recuerda. . .» cons­tituye el método típico que usamos para desviar la atención del otro hacia nosotros.

Prestar atención a los demás con el deseo de hacer de ellos el centro y convertir sus intereses en nuestros constituye una verdadera forma de autovaciamiento, porque para poder recibir a los demás en nuestro espacio íntimo interior, hemos de estar vacíos. Por eso resulta tan difícil el escuchar. Significa desalojarnos a nosotros mismos del centro de atención e invitar a los demás a ocupar ese lugar!!!.

La escucha cura el corazón

Cuando alguien nos escu­cha con verdadera atención y muestra verdadero in­terés en nuestras luchas y dolores, sentimos que al­go muy profundo está ocurriendo en nosotros.  Por experiencia sabemos lo curativa que puede resultar una invitación así.

De a poco, los miedos se descongelan, las tensiones se disuelven, las ansiedades se retiran, y descubrimos que llevamos en nosotros algo en lo que podemos confiar y ofrecer como un regalo a los demás.

La simple experiencia de resultar valioso e importante para otra persona tiene un tremendo poder recrea­dor.

Cada vez que prestamos atención, nos despojamos más de nosotros mismos, y cuanto más vacíos estamos, más espacio curativo podemos ofrecer. Y cuanto más vemos que los demás se cu­ran, más comprendemos que no somos nosotros sino Cristo en nosotros quien realiza esa curación.

De este modo, en congregados en comunidad podemos provo­car los dones escondidos en cada uno de los otros y recibirlos con gratitud como valiosas contribucio­nes para nuestra vida en comunidad.

Reunidos por vocación

Hay muchos grupos que comparten el mismo interés y la mayoría de ellos parecen existir para defender o proteger algo. Aunque dichos grupos cumplan con frecuencia tareas importantes en nues­tra sociedad, la comunidad cristiana es de otra natu­raleza muy distinta.

Cuando formamos una comuni­dad cristiana, no nos reunimos porque tengamos pa­recidas experiencias, conocimientos, problemas, color o sexo, sino porque hemos sido juntamente llamados por el mismo Señor.

Sólo El nos hace capaces de atra­vesar los muchos puentes que nos separan; sólo El nos capacita para reconocer a cada uno de los demás co­mo miembros de la misma familia humana; y sólo El nos libera para que prestemos una atención cuida­dosa a los demás. Por eso los que están reunidos en comunidad son testigos del Señor compasivo. Por el modo como son capaces de sobrellevar las cargas aje­nas y compartir las alegrías de los demás dan testimo­nio de su presencia en el mundo.

Al dejar de hacer de nuestras diferencias individuales una cuestión de competencia y al reconocer estas di­ferencias como contribuciones potenciales al enri­quecimiento de una vida compartida, comenzamos a escuchar la llamada a la comunidad.

En y por me­dio de Cristo, personas de edades y estilos de vida distintos, de diferentes razas y clases sociales, con idiomas y educación disímiles, pueden reunirse y testimoniar la presencia compasiva de Dios en nues­tro mundo.

[1] Papa Francisco: “La Iglesia no crece por proselitismo sino «por atracción”. EG 12

JUBILEO DE LA MISERICORDIA

“Misericordiosos como el Padre”

Aquí y ahora[1]

Si la insistencia en la oración fuera un escape del compromiso directo con las muchas necesidades y dolores de nuestro mundo, entonces nunca sería una auténtica disciplina de la vida compasiva.

La oración requiere de nosotros que estemos com­pletamente conscientes del mundo en que vivimos y que lo presentemos a Dios con todas sus necesida­des y dolores. Y semejante oración compasiva nos lan­za a una acción compasiva.

El discípulo es llamado no sólo a seguir a Jesús al desierto y a la montaña para orar sino también al valle de lágrimas, en que se precisa ayuda y a la cruz, donde la humanidad está en agonía. Por tanto, la oración y la acción no pue­den ser vistas nunca como contradictorias o mutua­mente excluyentes.

La oración sin acción se convier­te en un pietismo sin vigor y la acción sin oración degenera en manipulación cuestionable. Si la ora­ción nos lleva a una más profunda unidad con el Cristo compasivo, nos llevará también a asumir ac­tos concretos de servicio.

Y si los actos concretos de servicio nos llevan realmente a una más profunda solidaridad con los pobres, los hambrientos, los en­fermos, los moribundos y los oprimidos, nos llevará también a la oración. En la oración encontramos a Cristo y en El todo el sufrimiento humano. En el servicio encontramos a la gente y en ella a Cristo sufriente.

La disciplina de la paciencia se revela no sólo en el modo cómo oramos sino también en el modo cómo actuamos. Tanto nuestros actos como nuestras oraciones están llamadas a ser una manifesta­ción de la presencia del Dios compasivo en medio de nuestro mundo. Hay acciones que dejan traslucir la pleni­tud del tiempo y que permiten que la justicia y la paz de Dios guíen nuestro mundo.

Hay acciones por las que la buena nueva llega a los pobres, la libertad a los presos, nueva vista para los ciegos, libertad para los oprimidos y se proclama el año de gracia del Señor (Le 4, 18-19).

Hay acciones que eliminan el miedo, la sospecha y la ansiosa competencia por el poder que causa una crecien­te escalada armamentista, una profundización de la brecha entre ricos y pobres y una intensifica­da crueldad entre los poderosos y los débiles.

Hay acciones que llevan a la gente a escucharse mutua­mente, a hablar unos con otros y a curarse mutua­mente sus heridas.

En pocas palabras: hay acciones que se fundamentan en la fe que conoce la presen­cia de Dios en nuestras vidas y quiere que esta pre­sencia sea sentida por los individuos, las comunida­des, las sociedades y las naciones.

El test de credibilidad

Probablemente ningún autor del Nuevo Testamen­to es tan explícito sobre la importancia de los actos concretos de servicio como Santiago. Escribe: «La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribula­ción y conservarse incontaminado del mundo» (St 1, 27).

¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: «Tengo fe», si no tiene obras? ¿Acaso podrá sal­varlo la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de ustedes le dice: «Vayanse en paz, caliéntense y hártense», pero no les dan lo necesario para el cuerpo, ¿de qué le sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta (St 2, 14-17).

Santiago llega hasta a instruir a sus lectores sobre cómo han de hablar con quienes piensan que basta con tener fe.

Y al contrario, alguno podrá decir: «¿Tú tienes fe?; pues yo tengo obras. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen y tiemblan. ¿Quieres saber tú, insensato, que la fe sin obras es estéril?» (St 2,18-20).

Tras mostrar cómo en las vidas de Abrahán y Rahab la fe y las obras iban juntas, Santiago concluye: «Porque así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta» (St 2, 26).

Jesús subraya persistentemente que el test del verdadero discipulado no radica en las palabras sino en las acciones. «No todo el que diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21).

En rea­lidad, la oración está llamada a dar frutos específi­cos. Y así el criterio final para valorar la vida cristia­na no es la oración sino la acción. En el mundillo «palabrero» de profesores, maestros, escribas y fari­seos, Jesús quería que sus discípulos descubrieran por sí mismos que las solas palabras no los introdu­cirían en el Reino. (Cf. Mt 22, 28-31 y Mt 25, 31-46).

La tentación del activismo

Los discípulos hablan de sus acciones como de manifestaciones de la presencia activa de Dios. Actúan no para demostrar su propio poder, sino para mos­trar el poder de Dios; no actúan para redimir a la gente, sino para revelar la gracia redentora de Dios; no actúan para crear un mundo nuevo, sino para abrir los corazones y los oídos para aquél que está sentado en el trono y dice: «Mira que hago un mun­do nuevo» (Ap 21, 5).

En nuestra sociedad, que iguala valía y producti­vidad, la acción paciente es muy difícil. Tendemos a preocuparnos tanto en hacer algo valioso, provocan­do cambios, planificando, organizando, estructuran­do y reestructurando, que a menudo parecemos olvi­dar que no somos nosotros quienes redimimos, sino Dios. Estar ocupados, «donde hay acción» y «donde se deciden las cosas» parecen haberse convertido a menudo en fines en sí mismos. Hemos olvidado en­tonces que nuestra vocación no es hacer visibles nuestros poderes sino la compasión de Dios.

La acción como modalidad de vida compasiva resulta una disciplina tan difícil precisamente porque estamos tan necesitados de reconocimiento y acep­tación. Esto tiende a llevarnos necesariamente a ac­tuar al dictado de la expectativa de que nosotros po­dremos ofrecer algo «novedoso».

Frecuentemente casi ni nos damos cuenta de esta seducción, en especial cuando lo que estamos haciendo es tan evidente­mente «bueno y religioso». Pero hasta la implementación de un programa de ayuda, el dar de co­mer a los hambrientos y el ayudar a los enfermos puede ser más una expresión de nuestras propias necesidades que de la llamada de Dios.

Pero no seamos demasiado moralistas sobre este punto: nunca podremos exigir motivaciones abso­lutamente puras, y es mejor trabajar con y por aque­llos que sufren que esperar a tener las propias nece­sidades bajo control. De todos modos, es importan­te permanecer críticos respecto a nuestras tendencias activistas.

Cuando nuestras propias necesidades co­mienzan a dominar nuestra actividad, el servicio a largo plazo se nos hace difícil y rápidamente nos can­samos, nos desanimamos y nos amargamos a causa de nuestros esfuerzos.

El recurso más importante para neutralizar la constante tentación a dejarnos arrastrar por el acti­vismo consiste en saber que en Cristo ha sido todo cumplido.

En Cristo, el sufrimiento y el do­lor humano ya han sido sufridos y aceptados; en él nuestra quebrantada humanidad ya ha sido reconci­liada y llevada a la intimidad de la relación entre el Padre y el Hijo. Nuestra actividad, pues, ha de ser entendida como una disciplina por la que nosotros hacemos visible lo que ya ha sido realizado. Una actividad así está basada en la fe de que caminamos sobre suelo firme aún cuando estamos rodeados por el caos, la confusión, la violencia y el odio.

No sin confrontación

Pero el activismo no es la única tentación que requie­re disciplina. La actividad impaciente no sólo arrastra a personas sobrecargadas de trabajo y demasiado com­prometidas, sino que también tiende a sentimentalizar la compasión.

Por eso, el sentimentalismo es otra tentación frente a la cual necesitamos de la discipli­na de la acción. Y aquí tocamos un aspecto de la compasión que muy pocas veces reconocemos como tal: la confrontación.

En nuestra sociedad, la disciplina de la acción requiere frecuentemente el coraje para la confrontación. Estamos inclinados a asociar la compasión con actividades que curan las heridas y alivian los dolores.

Pero en una época en la que mucha gente no puede ejercer sus derechos humanos, hay millones de hambrientos y toda la raza humana vive bajo la amenaza del holo­causto nuclear o una hecatombe ecológica, la actividad compasiva significa mu­cho más que ofrecer ayuda a los que sufren.

El poder del mal ha llegado a estar tan abiertamente visible en las estructuras individuales y sociales que dominan sus vidas, que sólo la confrontación fuerte y sin ambages puede contestarlo. La compasión no excluye la confrontación. Al contrario, la confrontación es parte integral de la compasión.

En realidad, la con­frontación puede ser una auténtica expresión de com­pasión. Toda la tradición profética esclarece esto y Jesús no es una excepción. Por desgracia, Jesús ha sido presentado por mucho tiempo como una persona tan mansa y suave, que difícilmente nos damos cuen­ta de lo distinto que nos lo pintan los Evangelios.

No es fácil la confrontación compasiva. El fa­riseísmo ronda siempre alrededor de nosotros y la cólera violenta es una tentación real. El mejor cri­terio para determinar si nuestra confrontación es compasiva y no agresiva y nuestro enojo justifica­do y no farisaico quizás sea preguntarnos a nosotros mismos si podríamos ser confrontados de este mo­do.

¿Somos capaces de aprender de la indignación dirigida contra nosotros?

Cuando seamos capaces de ser confrontados con un NO por parte de los otros, también nosotros seremos capaces de con­frontar con un NO. Cuando  decimos NO al mal y a la destrucción conscientes de que éstos también están en nuestro corazón, entonces nuestro NO es humilde. Cuando decimos NO con humildad, este NO es incluso una llamada a nuestra propia conversión.

Encontramos aquí la clave para una confrontación compasiva. El mal que ha de ser confrontado y com­batido tiene un cómplice en el corazón humano, in­cluido el nuestro también. Por eso, cada intento por confrontar el mal que hay en el mundo impli­ca el reconocimiento de dos frentes de batalla: uno externo y otro interno. Estos dos niveles nunca han de ser separados, si es que la confrontación ha de llegar a ser y permanecer compasiva.

En gratitud

Sea que confronten el mal en el mundo o que apo­yen el bien, las acciones disciplinadas se caracteri­zan siempre por ser agradecidas. La cólera puede hacernos actuar y hasta liberar en nosotros mucha energía creadora. Pero no por mucho tiempo. Una acción airada nace de la experiencia de estar siendo lastimado; una ac­ción agradecida nace de la experiencia de curación. Las acciones airadas quieren apoderarse; las ac­ciones agradecidas quieren compartir.

La grati­tud es la marca de la acción asumida como una parte de la disciplina de la paciencia. Es una res­puesta a la gracia. No nos lleva a conquistar ni a destruir sino a hacer visible un bien que ya está presente. Por eso una vida compasiva es una vida agradecida y las acciones nacidas de la gratitud no son compulsivas sino libres, no son tristes sino alegres, no son fanáticas sino liberadoras.

Cuando la gratitud es la fuente de nuestras acciones, nues­tro dar se convierte en recibir y aquellos a quienes nosotros servimos se convierten en nuestros servi­dores, porque en el centro mismo de nuestro cui­dado por los demás sentimos una presencia cuida­dora y en medio de nuestros esfuerzos sentimos un apoyo reanimante. Cuando pasa esto, podemos seguir contentos y en paz aun cuando tengamos pocos éxitos de los que alardear.

La gratitud es efectivamente un indicio cierto de que la actividad está regida por la disciplina de la paciencia. Aun cuando no se den resultados con­cretos, la actividad en sí misma puede quedar co­mo una revelación de la presencia cuidadosa de Dios aquí y ahora. Una actividad así es una acti­vidad auténtica porque nace de la conciencia de la presencia activa de Dios.

[1] Henry Nowen . “Compasión”. Una reflexión sobre la vida cristiana. “El Camino Compasivo-Acción”.pp 141 y ss

JUBILEO DE LA MISERICORDIA

“Misericordiosos como el Padre”

La oración humaniza

Con las manos vacías[1]

La paciencia – de que hablábamos en nuestra última entrega – se practica en la ora­ción y en la acción. La oración y la acción son el todo de la práctica de la paciencia.

A primera vista, puede resultar extraño que se vin­cule la oración con la práctica de la paciencia. Pero no hay que detenerse a pensar mucho para caer en la cuenta de que la impaciencia nos aleja de la ora­ción.

¿No es cierto que muy a menudo nos hemos dicho a nosotros mismos: «Verdaderamente estoy demasiado ocupado para orar», o: «Hay tantas cosas urgentes que hacer, que no parezco tener oportuni­dad para orar», o: «Cada vez que me propongo ir a orar surge algo que requiere mi atención»?

En una sociedad que parece estar llena de urgencias y emer­gencias, la oración parece haberse convertido en una conducta no natural. Sin darnos cuenta del todo, he­mos aceptado la idea de que «hacer cosas» es más importante que orar y que la oración es algo reserva­do a los momentos en que no tenemos nada que ha­cer.

Mientras de palabra, e incluso intelectualmente, coincidimos con quien subraya la importancia de la oración, nos hemos vuelto hijos de un mundo impa­ciente hasta tal extremo que nuestro comportamien­to confirma el punto de vista de que orar es una pér­dida de tiempo.

Esta situación nos dice lo necesario que es mirar la oración también como una necesaria disciplina. Se precisa un es­fuerzo humano concentrado, porque la oración no es nuestra respuesta más natural de cara al mundo.

Abandonados a nuestros propios impulsos, siempre querríamos hacer algo que no fuera orar. A menudo, lo que queremos hacer es tan incuestionablemente bueno —organizar un programa de pastoral, ayudar en un comedor, escuchar los problemas de la gente, visitar enfermos, preparar una liturgia, trabajar con presos y enfermos mentales—, que resulta difícil darse cuenta de que incluso todo esto puede ser hecho con impaciencia, convirtiéndose de esa forma en expresiones de nuestras propias necesidades y no en signos de la compasión de Dios.

Por eso, la oración es en muchos sentidos el criterio de nuestra vida cristiana. La oración exige que nos pongamos en la presencia de Dios con las manos abiertas, desnudos y vulnerables, diciéndonos a no­sotros mismos y a los demás que sin Dios no pode­mos nada.

Esto resulta difícil en un clima en el que el consejo predominante es: «Da lo mejor de ti y Dios hará el resto». Cuando que vida queda dividi­da en «lo mejor de nosotros» y «el resto de Dios», hemos convertido la oración en el último recurso a ser usado tan sólo cuando todas nuestras capaci­dades se encuentren ya agotadas. Entonces, inclu­so el Señor habrá sido víctima de nuestra impacien­cia.

El discipulado no significa usar a Dios cuando ya no podemos manejarnos solos. Al contrario, significa reconocer que nosotros no podemos hacer absolutamente nada, pero que Dios puede hacerlo todo sirviéndose de nosotros. Como discípulos, en Dios encontramos no sólo algo de nuestra fuerza, esperanza, coraje y confianza, sino la totalidad de todo eso. Y, por tanto, la oración debe ser nuestro primer asunto.

La práctica de la oración

Miremos ahora más de cerca la práctica de la oración.

De cuanto hemos dicho se desprende que la oración no es un esfuerzo por entrar en contac­to con Dios, por ponerlo de nuestra parte. La ora­ción, como disciplina que robustece y profundiza el discipulado, consiste en el esfuerzo por eliminar todo aquello que pueda impedir que el Espíritu de Dios, que nos ha sido dado por Jesucristo, nos hable libremente en nuestro interior.

La discipli­na de la oración es la disciplina por la que libera­mos al Espíritu Santo de la maraña de nuestros impulsos impacientes. Es el modo como permiti­mos al Espíritu de Dios que vaya donde quiera.

En el Espíritu

Hasta ahora apenas hemos mencionado al Espíritu Santo. Pero no podemos hablar sobre la oración sin hablar del Espíritu que Dios manda para que nos conduzca a la intimidad de su vida divina. La vida cristiana es una vida espiritual precisamente porque es vivida en el Espíritu de Cristo.

El Evan­gelio usa un lenguaje fuerte. El Espíritu es el Espíritu Santo que nos ha sido enviado por el Padre en nombre de Jesús (Jn 14, 26).

Este Espíritu Santo es la vida divina misma, por la que no sólo nos hacemos hermanos y hermanas de Cristo, sino también hijos e hijas del Padre.

Por eso Jesús pudo decir: «Les conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito. . . Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad completa. . . Recibirá de lo mío y se lo comunicará a ustedes. Todo lo que tiene el Padre es mío» (Jn 16, 7-15).

Así, pues, recibir el Espíritu Santo es recibir la vida del Padre y del Hijo. Este Espíritu hace posible el verdadero discipulado, un discipulado que impli­ca no sólo seguir las huellas de Cristo sino también participar con El en su más íntima vida con el Pa­dre.

La vida espiritual es la vida en el Espíritu o, más correctamente, la vida del Espíritu en nosotros.

Es esta vida espiritual la que nos capacita para vivir con una nueva mentalidad en un tiempo nuevo. Una vez que hemos comprendido esto, el sentido de la oración nos resulta claro.

Es la expresión de la vida del Espíritu Santo en nosotros. La oración no es lo hecho por nosotros sino, muy al contrario, lo hecho en nosotros por el Espíritu Santo.

Esto indica que la oración como disciplina de pa­ciencia consiste en el esfuerzo humano realizado en orden a permitir que el Espíritu Santo realice en nosotros su obra re-creadora.

Esta disciplina implica muchas cosas.

  • Implica una constante opción por no huir del momento presente en la vacía esperanza de que la salvación aparezca al volver la próxima esquina.
  • Implica la determinación de escuchar atentamente a la gente y a los acontecimientos, hasta el punto de discernir los movimientos del Espíritu.
  • Implica una lucha creciente para evitar que nuestras mentes y corazones queden confundidos por las numerosas distracciones que reclaman nuestra atención.
  • Pero, sobre todo, implica la decisión de reservar cada día un tiempo para estar a solas con Dios y escuchar al Espíritu.

La disciplina de la oración nos capacita a un tiempo para discernir la presencia del Espíritu divino dador de vida en medio de nuestras vidas febriles y para dejar que ese Espíritu transforme constantemente nuestras vidas.

Liberados por la disciplina para escuchar pacientemente al Espíritu de Dios y para secundar sus divinas mociones en no­sotros, llegamos a darnos cuenta de que este Espí­ritu nos recuerda

  • cuanto Jesús dijo e hizo (Jn 14, 26; 16, 8),
  • nos enseña a orar (Rm 8, 26-27)
  • y nos capa­cita para ser sus testigos hasta los confines de la tie­rra (Hch 1, 8).

Comprendemos entonces también que el Espíritu Santo

  • nos confirma en la verdad (Rm 9, 1),
  • nos da la rectitud, la paz y la alegría (Rm 14, 17),
  • quita todos los impedimentos de la esperanza (Rm 15, 13)
  • y hace nuevas todas las cosas (Tt 3, 5).

La oración nos humaniza

Muchos tienden a asociar la oración con el aparta­miento de la gente, pero la oración auténtica nos aproxima mucho más a nuestros compañeros de hu­manidad.

La oración es la primera e imprescindible disciplina de la compasión precisamente porque es también la primera expresión de solidaridad huma­na.

[1] Henry Nowen . “Compasión”. Una reflexión sobre la vida cristiana. “El Camino Compasivo”.pp 127 y ss

JUBILEO DE LA MISERICORDIA

“Misericordiosos como el Padre”

Aquí y ahora[1]

Si la insistencia en la oración fuera un escape del compromiso directo con las muchas necesidades y dolores de nuestro mundo, entonces nunca sería una auténtica disciplina de la vida compasiva.

La oración requiere de nosotros que estemos com­pletamente conscientes del mundo en que vivimos y que lo presentemos a Dios con todas sus necesida­des y dolores. Y semejante oración compasiva nos lan­za a una acción compasiva.

El discípulo es llamado no sólo a seguir a Jesús al desierto y a la montaña para orar sino también al valle de lágrimas, en que se precisa ayuda y a la cruz, donde la humanidad está en agonía. Por tanto, la oración y la acción no pue­den ser vistas nunca como contradictorias o mutua­mente excluyentes.

La oración sin acción se convier­te en un pietismo sin vigor y la acción sin oración degenera en manipulación cuestionable. Si la ora­ción nos lleva a una más profunda unidad con el Cristo compasivo, nos llevará también a asumir ac­tos concretos de servicio.

Y si los actos concretos de servicio nos llevan realmente a una más profunda solidaridad con los pobres, los hambrientos, los en­fermos, los moribundos y los oprimidos, nos llevará también a la oración. En la oración encontramos a Cristo y en El todo el sufrimiento humano. En el servicio encontramos a la gente y en ella a Cristo sufriente.

La disciplina de la paciencia se revela no sólo en el modo cómo oramos sino también en el modo cómo actuamos. Tanto nuestros actos como nuestras oraciones están llamadas a ser una manifesta­ción de la presencia del Dios compasivo en medio de nuestro mundo. Hay acciones que dejan traslucir la pleni­tud del tiempo y que permiten que la justicia y la paz de Dios guíen nuestro mundo.

Hay acciones por las que la buena nueva llega a los pobres, la libertad a los presos, nueva vista para los ciegos, libertad para los oprimidos y se proclama el año de gracia del Señor (Le 4, 18-19).

Hay acciones que eliminan el miedo, la sospecha y la ansiosa competencia por el poder que causa una crecien­te escalada armamentista, una profundización de la brecha entre ricos y pobres y una intensifica­da crueldad entre los poderosos y los débiles.

Hay acciones que llevan a la gente a escucharse mutua­mente, a hablar unos con otros y a curarse mutua­mente sus heridas.

En pocas palabras: hay acciones que se fundamentan en la fe que conoce la presen­cia de Dios en nuestras vidas y quiere que esta pre­sencia sea sentida por los individuos, las comunida­des, las sociedades y las naciones.

El test de credibilidad

Probablemente ningún autor del Nuevo Testamen­to es tan explícito sobre la importancia de los actos concretos de servicio como Santiago. Escribe: «La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribula­ción y conservarse incontaminado del mundo» (St 1, 27).

¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: «Tengo fe», si no tiene obras? ¿Acaso podrá sal­varlo la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de ustedes le dice: «Vayanse en paz, caliéntense y hártense», pero no les dan lo necesario para el cuerpo, ¿de qué le sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta (St 2, 14-17).

Santiago llega hasta a instruir a sus lectores sobre cómo han de hablar con quienes piensan que basta con tener fe.

Y al contrario, alguno podrá decir: «¿Tú tienes fe?; pues yo tengo obras. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen y tiemblan. ¿Quieres saber tú, insensato, que la fe sin obras es estéril?» (St 2,18-20).

Tras mostrar cómo en las vidas de Abrahán y Rahab la fe y las obras iban juntas, Santiago concluye: «Porque así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta» (St 2, 26).

Jesús subraya persistentemente que el test del verdadero discipulado no radica en las palabras sino en las acciones. «No todo el que diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21).

En rea­lidad, la oración está llamada a dar frutos específi­cos. Y así el criterio final para valorar la vida cristia­na no es la oración sino la acción. En el mundillo «palabrero» de profesores, maestros, escribas y fari­seos, Jesús quería que sus discípulos descubrieran por sí mismos que las solas palabras no los introdu­cirían en el Reino. (Cf. Mt 22, 28-31 y Mt 25, 31-46).

La tentación del activismo

Los discípulos hablan de sus acciones como de manifestaciones de la presencia activa de Dios. Actúan no para demostrar su propio poder, sino para mos­trar el poder de Dios; no actúan para redimir a la gente, sino para revelar la gracia redentora de Dios; no actúan para crear un mundo nuevo, sino para abrir los corazones y los oídos para aquél que está sentado en el trono y dice: «Mira que hago un mun­do nuevo» (Ap 21, 5).

En nuestra sociedad, que iguala valía y producti­vidad, la acción paciente es muy difícil. Tendemos a preocuparnos tanto en hacer algo valioso, provocan­do cambios, planificando, organizando, estructuran­do y reestructurando, que a menudo parecemos olvi­dar que no somos nosotros quienes redimimos, sino Dios. Estar ocupados, «donde hay acción» y «donde se deciden las cosas» parecen haberse convertido a menudo en fines en sí mismos. Hemos olvidado en­tonces que nuestra vocación no es hacer visibles nuestros poderes sino la compasión de Dios.

La acción como modalidad de vida compasiva resulta una disciplina tan difícil precisamente porque estamos tan necesitados de reconocimiento y acep­tación. Esto tiende a llevarnos necesariamente a ac­tuar al dictado de la expectativa de que nosotros po­dremos ofrecer algo «novedoso».

Frecuentemente casi ni nos damos cuenta de esta seducción, en especial cuando lo que estamos haciendo es tan evidente­mente «bueno y religioso». Pero hasta la implementación de un programa de ayuda, el dar de co­mer a los hambrientos y el ayudar a los enfermos puede ser más una expresión de nuestras propias necesidades que de la llamada de Dios.

Pero no seamos demasiado moralistas sobre este punto: nunca podremos exigir motivaciones abso­lutamente puras, y es mejor trabajar con y por aque­llos que sufren que esperar a tener las propias nece­sidades bajo control. De todos modos, es importan­te permanecer críticos respecto a nuestras tendencias activistas.

Cuando nuestras propias necesidades co­mienzan a dominar nuestra actividad, el servicio a largo plazo se nos hace difícil y rápidamente nos can­samos, nos desanimamos y nos amargamos a causa de nuestros esfuerzos.

El recurso más importante para neutralizar la constante tentación a dejarnos arrastrar por el acti­vismo consiste en saber que en Cristo ha sido todo cumplido.

En Cristo, el sufrimiento y el do­lor humano ya han sido sufridos y aceptados; en él nuestra quebrantada humanidad ya ha sido reconci­liada y llevada a la intimidad de la relación entre el Padre y el Hijo. Nuestra actividad, pues, ha de ser entendida como una disciplina por la que nosotros hacemos visible lo que ya ha sido realizado. Una actividad así está basada en la fe de que caminamos sobre suelo firme aún cuando estamos rodeados por el caos, la confusión, la violencia y el odio.

No sin confrontación

Pero el activismo no es la única tentación que requie­re disciplina. La actividad impaciente no sólo arrastra a personas sobrecargadas de trabajo y demasiado com­prometidas, sino que también tiende a sentimentalizar la compasión.

Por eso, el sentimentalismo es otra tentación frente a la cual necesitamos de la discipli­na de la acción. Y aquí tocamos un aspecto de la compasión que muy pocas veces reconocemos como tal: la confrontación.

En nuestra sociedad, la disciplina de la acción requiere frecuentemente el coraje para la confrontación. Estamos inclinados a asociar la compasión con actividades que curan las heridas y alivian los dolores.

Pero en una época en la que mucha gente no puede ejercer sus derechos humanos, hay millones de hambrientos y toda la raza humana vive bajo la amenaza del holo­causto nuclear o una hecatombe ecológica, la actividad compasiva significa mu­cho más que ofrecer ayuda a los que sufren.

El poder del mal ha llegado a estar tan abiertamente visible en las estructuras individuales y sociales que dominan sus vidas, que sólo la confrontación fuerte y sin ambages puede contestarlo. La compasión no excluye la confrontación. Al contrario, la confrontación es parte integral de la compasión.

En realidad, la con­frontación puede ser una auténtica expresión de com­pasión. Toda la tradición profética esclarece esto y Jesús no es una excepción. Por desgracia, Jesús ha sido presentado por mucho tiempo como una persona tan mansa y suave, que difícilmente nos damos cuen­ta de lo distinto que nos lo pintan los Evangelios.

No es fácil la confrontación compasiva. El fa­riseísmo ronda siempre alrededor de nosotros y la cólera violenta es una tentación real. El mejor cri­terio para determinar si nuestra confrontación es compasiva y no agresiva y nuestro enojo justifica­do y no farisaico quizás sea preguntarnos a nosotros mismos si podríamos ser confrontados de este mo­do.

¿Somos capaces de aprender de la indignación dirigida contra nosotros?

Cuando seamos capaces de ser confrontados con un NO por parte de los otros, también nosotros seremos capaces de con­frontar con un NO. Cuando  decimos NO al mal y a la destrucción conscientes de que éstos también están en nuestro corazón, entonces nuestro NO es humilde. Cuando decimos NO con humildad, este NO es incluso una llamada a nuestra propia conversión.

Encontramos aquí la clave para una confrontación compasiva. El mal que ha de ser confrontado y com­batido tiene un cómplice en el corazón humano, in­cluido el nuestro también. Por eso, cada intento por confrontar el mal que hay en el mundo impli­ca el reconocimiento de dos frentes de batalla: uno externo y otro interno. Estos dos niveles nunca han de ser separados, si es que la confrontación ha de llegar a ser y permanecer compasiva.

En gratitud

Sea que confronten el mal en el mundo o que apo­yen el bien, las acciones disciplinadas se caracteri­zan siempre por ser agradecidas. La cólera puede hacernos actuar y hasta liberar en nosotros mucha energía creadora. Pero no por mucho tiempo. Una acción airada nace de la experiencia de estar siendo lastimado; una ac­ción agradecida nace de la experiencia de curación. Las acciones airadas quieren apoderarse; las ac­ciones agradecidas quieren compartir.

La grati­tud es la marca de la acción asumida como una parte de la disciplina de la paciencia. Es una res­puesta a la gracia. No nos lleva a conquistar ni a destruir sino a hacer visible un bien que ya está presente. Por eso una vida compasiva es una vida agradecida y las acciones nacidas de la gratitud no son compulsivas sino libres, no son tristes sino alegres, no son fanáticas sino liberadoras.

Cuando la gratitud es la fuente de nuestras acciones, nues­tro dar se convierte en recibir y aquellos a quienes nosotros servimos se convierten en nuestros servi­dores, porque en el centro mismo de nuestro cui­dado por los demás sentimos una presencia cuida­dora y en medio de nuestros esfuerzos sentimos un apoyo reanimante. Cuando pasa esto, podemos seguir contentos y en paz aun cuando tengamos pocos éxitos de los que alardear.

La gratitud es efectivamente un indicio cierto de que la actividad está regida por la disciplina de la paciencia. Aun cuando no se den resultados con­cretos, la actividad en sí misma puede quedar co­mo una revelación de la presencia cuidadosa de Dios aquí y ahora. Una actividad así es una acti­vidad auténtica porque nace de la conciencia de la presencia activa de Dios.

[1] Henry Nowen . “Compasión”. Una reflexión sobre la vida cristiana. “El Camino Compasivo-Acción”.pp 141 y ss